sábado, 4 de septiembre de 2010

SIESTA




Quizás nadie advertiera su paso cuando cruzó la plaza abrigada de corredores que estiraban sus musculos al amparo de las paredes sombrías, en la agobiante tarde estival. No dirigió una palabra ni dedicó un saludo a nadie, ni se unio a la salmodia general que eran el calor y las cuestas. Su cabeza rapada, su rostro cerúleo, ornado por unas extemporáneas patillas rubias, le daban aspecto de recluso recién salido del talego, o mas bien su blanquecina piel, que parecía no haber recibido en siglos la luz del sol, la de un enfermo fugado de un sanatorio. Tan sólo su atuendo, que estuvo de moda en los juegos olímpicos de Berlín, despertó sonrisas y algún comentario compasivo. No era reconocido ni recordado por nadie: semejaba el fantasma de Eskola, Nurmi o Kolehmainen.

Cuando los corredores abandonaron el alivio de las callejas del pueblo y afrontaran la rampante carrertera de asfalto reblandecido, ante un paisaje de áridos bancales de almendros y algarrobos cegados por el sol, el aparecido iba el último, y aún así su tronco era armónico, canónico su bracear y su gesto estaba ausente de todo rictus de convulsión. “Un excéntrico”, opinaron.

Sorprendentemente, a su paso por el pueblo en la segunda vuelta, ya corría el último pero en el grupillo de cabeza, compuesto por dos marroquíes, un keniata, un inglés y dos figuras nacionales venidos por los pingües fijos y premios. Comenzaba a fastidiarles aquel tipo pintoresco: mientras resoplaban exangües, bañados de sudores propios y ajenos, él corría cadenciosamente, sereno, como pidiendo disculpas. A dos kilómetros de la meta, iba el primero, aunque con la premeditación de no aumentar el espacio respecto al furibundo pelotón internacional que audiblemente mascullaba imprecaciones en bantú, berebere, oxonienese y euskera.

De improvisto, como obedeciendo a algún arrebato de los dioses del Olimpo, el pálido atleta se distanció de sus seguidores con la rapidez de un mediofondista, , dejándolos, como al público que barrutaba ser testigo de una carrera histórica, perplejos, confundidos y admirados.

Lo que sucedió a continuación aún debía dejarlos más estupefactos. Apenas a cien metros, el desconocido detuvo su carrera hasta quedarse parado por completo ante la línea de sentencia. Los espectadores le advertían frenéticamente de la proximidad de sus perseguidores, pero él, imimpavido, de espaldas a la meta, aguardó a que llegasen y les aplaudió sin ningún asomo de burla.

Nadie supo su nombre. La muchacha que lo inscribió, ante lo ininteligible de su idioma, le rogó su propia transcripción, y su escritura era un crucigrama de diéresis y consonantes: Despareció del tumulto de la llegada casi tan inadvertidamente como llegara.

Se volvió una leyenda, un corredor forastero drogado que eludía los análisis médicos, que era famoso y se divertía de incógnito…

Yo tampoco sé su identidad. Cuando estaba por conocer su nombre me desperté: aún sostenía, adormilado, entre mis manos, el cuento de Sillitoe “La soledad del corredor de fondo”.


TONI LASTRA

6 comentarios:

  1. Que buena siesta, a más de uno nos gusta.

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  2. Un relato lleno de magia,y una siesta que te supo a gloria,supongo,UN ABRAZO DAVID.

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  3. Precioso relato David.
    Ahora que salgo de vacaciones releeré algunos clásicos del atletismo.

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  4. Muy bueno el relato David, tendría gracia hacerlo un día de estos en alguna carrera...verdad?..

    Un saludo
    Quique

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  5. Muy buena la historia, valdría como argumento para un peli, que a mi me encantaría ver. Un saludo.

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